1. Lo primero:
Como a las 11 de la mañana tuve un llamado anónimo al celular. Sonó sólo una vez, y se cortó.
Pero a las 11.30 más o menos, volvió a sonar y atendí. Era Ezequiel de Robotech. Distante, cortado, incómodo, me dijo que había escuchado mis mensajes pero que recién hoy se le había pasado el enojo. Que a pesar de mi guarangada, yo le había gustado, y que si esa no era mi conducta habitual, podíamos probar de ir a comer.
Obviamente le dije que sí y sugirió pasar al mediodía por la oficina e ir a un bar por Corrientes, que está cerca.
Obviamente le dije que no. Yo no estaba arreglada para salir y ya había causado una mala impresión la primera vez. No quería que a “maleducada” se le sume “fea”. Pero insistió y no pude decir que no. Sentí que yo estaba en falta y que debía compensarlo de alguna manera. Aunque más no fuera cediendo ante su caprichito de fóbico.
Así que tuve la brillante idea de ir a la farmacia de enfrente y comprarme una base de maquillaje, un delineador y un brillo de labios. Pero cuando llegué, lo único que tenían era un expositor de alambre pintado de negro con un cartel que decía “Xulú”. No hace falta que aclare las porquerías que alojaba ese cascajo. Todo parecía de juguete. Las sombras eran como acuarelas de jardín de infantes, las bases parecían maquillaje teatral, los envases me hacían acordar a las botellas de jugo para diluir y los perfumes, dios mío, los perfumes eran igual a un detergente concentrado.
Y así y todo, como no escarmiento, me compré unas cuantas cosas, que me costaron, entre todas, como 1 austral y medio. Volví a la oficina, me solté el pelo, me peine y me pinté para estar un poco más linda. Pero la base me dejó lamparones de varios colores y el delineador se empezó a correr apenas abrí y cerré el ojo un par de veces. Así que tuve que sacarme todo con jabón de manos y papel higienico. Y tanto me tuve que refregar la cara, que ahora estoy toda colorada, como si me hubieran matado a sopapos, con pedacitos de papel higiénico pegados por la cara y el pelo.
Lo segundo:
Ezequiel me pasó a buscar un rato después. No es feo. Es algo lúgubre raro. Parece el cantante de una banda inglesa. Es muy blanco y se viste con colores oscuros, pantalón color chocolate, medio caído lindo, remera verde casi negro, zapatillas gris oscuro oscuro.
Fuimos a comer al bar de abajo, que es en donde comemos cuando no almorzamos en el comedor. Un bar de mala muerte, de esos que te traen la ensalada condimentada y tienen olor a milanesa. El come poco y despacio. Me di cuenta, basicamente, por lo rápido y mal que como yo. Entre bocado y bocado conversa, descansa, mira a la gente. Y yo soy todo lo contrario: un cerdo que solo mira su plato.
EZEQUIEL
(Mientras me da un dvd)
Te traje esto… no sé si te va a gustar, no sé, pero al menos miralo ¿no? Bah, si querés. No sé.
LG
¿Qué es?
EZEQUIEL
Las dos películas que me gustan a mí. No sé si las que más me gustan. Pero sí. El viaje de Chihiro, que es de animación, pero nononono pongas esa cara, te juro que no es de robots ni de colegialas guerreras.
Me río.
LG
¿Y la otra?
EZEQUIEL
La otra es rara. No sé, imaginate un Tarantino japonés. Violento y no sé, elegante al mismo tiempo. Y demente. Muy demente. Pero no demente cualquier cosa, demente imprevisible.
LG
(Tratando de entender la diferencia)
Ok, las voy a ver. ¿Cómo se llama?
EZEQUIEL
¿El tipo? Takeshi Kitano
LG
Y esas son tus dos recomendaciones
EZEQUIEL
No sé, no te conozco tanto. Pero sí, se las recomendaría a todo el mundo, creo. No, a todos todos no. Miento. Mmmm, a la gente que pienso que podría no sé, entender.
LG
Entender… Ok. Lo voy a interpretar como un halago.
EZEQUIEL
Es.
El resto del almuerzo transcurrió tranquilo. No fue demasiado tiempo, una hora y media, porque yo tenía que volver a trabajar. Nos despedimos con un beso y quedamos en que me llamaba. Hizo chistes porque no me quedé dormida, pero no es tan gracioso como Matías. De hecho, no es gracioso. Para nada. Es más bien oscuro, extraño y aburrido.
Cuando nos íbamos, sin embargo, pasó algo que -aún siendo ajeno a nosotros- levantó varios puntos la cita. Mientras nosotros salíamos (el me abría la puerta y yo pasaba) otros entraban: Marcelo y la zorrita de Matías (presumiblemente Cecé).
Yo me quedé dura en el medio de la puerta. Ni pasaba ni los dejaba pasar. Todavía siento una suerte de angustia cuando la veo. Angustia y enojo. Y un poco de verguenza innecesaria, verguenza que no debería ser mía. Verguenza de ser tan pero tan boluda.
Ahora pienso que debería haberlos presentado. A todos. Porque por lo menos esta vez yo no estaba sola. Pero en ese momento no se me ocurrió. Como ustedes ya saben, la mejor respuesta siempre se me ocurre cuando ya cerré la puerta.
sábado, 25 de abril de 2009
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