Siempre dije que mi mente era mi peor enemiga… que nadie podría hacerme más daño del que podría hacerme yo misma. Pero creí morir cada vez que alguna de las personas que amaba me abandonaba.
Empecé con cortes, seguí con pastillas, todo esto por dolor. Porque no soportaba que se alejaran de mí, aún cuando fuera necesario. Primeramente porque tenía que crecer, dejando de lado la mano de mamá, afrontando la realidad, lo que me tocaba ser o, mejor dicho, NO SER. No era normal, quizás porque me sentía especial, diferente al resto, porque los demás estaban un paso adelante, y yo aún seguía atrás. Porque los demás jugaban a ser felices mientras yo moría de angustia. Mi angustia, qué tema complicado!.
Quizás estaba triste porque no conseguía aceptarme al mirarme al espejo, me detestaba: tenía 30 kilos de más. No sólo llevaba el dolor que se padece al tener tanto sobrepeso, sino que también tenía que cargar con las intimidantes discriminaciones de mis compañeros de colegio. Tampoco quiero echarles la culpa porque, al fin y al cabo, yo decidía ponerme mal por esas cosas.
Retomando, quería ser como ellos, quería reír, sentirme feliz, pero me sentía pésimo, no quería vivir, me costaba e incluso hasta me dolía hacerlo. Estaba entrando, casi sin darme cuenta, en una terrible depresión que me llevaría a la destrucción total. Encontraba distintas formas de maltratarme, de agredirme; me odiaba, por lo tanto, lo merecía. Me discriminaba no (solamente) por ser gorda, sino por ser YO. Sufría por vergüenza, sufría por temor, sufría por rechazos, sufría por todo, por cualquier cosa. Sufría por sufrir, porque siendo lo que era (gorda, estúpida, inútil) no tenía derecho a nada, o, al menos, esa era mi teoría.
No sólo seguí lastimándome con pensamientos suicidas, sino que llegué a cometerlos. Fueron más de mil cortes y cientos de pastillas los que pidieron auxilio por mí. Porque, claro, estaba tan enferma que no podía, ni me interesaba, pedir ayuda. No quería salir del infierno, quería quedarme ahí para toda la vida ( acaso eso era vida?). Aclaro, lo único que conseguí con los cortes y las pastillas fueron dos internaciones. Al principio me parecía hasta gracioso pensar que me podían llegar a internar “yo en una clínica? Por Dios, jamás”. Hasta que me metieron y créanme que lo único que me parecía gracioso era la idea de seguir viva dentro de ese lugar. Fue espantoso.
Creía que debía soportar todo ese dolor como castigo por los pecados que había cometido. Amar fue el pecado más grande. Amar a alguien prohibido, sin miedo, sin límites. Me había enamorado de mi psiquiatra. En mi obsesión de amor creí que era un ángel que había bajado del cielo para rescatarme, llevándome a su paraíso. Pero me equivoqué y caí en el más ardiente de los infiernos.
FELICES LOS NIÑOS…..MENOS YO
A los cinco años, no me quedó otra y tuve que ir al preescolar. Por más que pataleé antes de subir al micro, mi mamá me empujó adentro y me dejó. Nunca lo pude superar; me sentaba sola, en el fondo, golpeándome contra la ventanilla durante todo el viaje, me golpeaba una y otra vez, con la fantasía de romper el vidrio, y de paso, también mi cabeza. Como no lo conseguía, me arañaba la cara, me arrancaba los pelos, era muy chica y ya sentía esa necesidad de destruirme. Me atormentaba pensar que tenía que relacionarme con otros, no me sentía capaz de tener amigos. Sin duda mi timidez, sumada a mi antisociabilidad, hacían una combinación decadente en mí que derivaba en angustia y soledad. Una cosa llevaba a la otra, era antisocial por tímida, por lo tanto me angustiaba, y así aparece la soledad, que sólo me aislaba de los demás.
El jardín era fantástico, con una cantidad de juegos que me parecía estar en Disney, pero no podía disfrutarlos. Obviamente, yo no participaba en nada, sino que me sentaba en un rincón del salón, o del patio, mirando a los demás divertirse; no me soltaba de la mano de la maestra, y las pocas actividades que realizaba, las hacía con ella.
Esas tres horas diarias eran para mí una tortura. Sólo esperaba que tocaran el timbre para irme a casa y abrazar a mamá. Era tal la angustia de saber que al día siguiente debía volver que me encerraba en mi cuarto, me tiraba en la cama, y me ahogaba con la almohada tratando de quedarme sin respirar el mayor tiempo posible. Quería aliviar mi dolor interno, el de mi soledad, sintiendo dolor físico. Quizás era la última nena de mi edad que pensaba en morir porque eso era mejor que vivir sufriendo como lo hacía.
Como mi comportamiento no era normal, sumado a que me hacía pis encima, le avisaron a mis padres que debía ver a la psicopedagoga del colegio (la primera de más de una docena por las que pasé). La normalidad a esa edad pasaba por jugar, saltar, compartir, relacionarse, cosas que, por supuesto, no hacía. Y si eso significaba ser anormal, okey, admito que lo era. Se preguntarán qué hacía entonces. Bueno, yo comía.
Devoraba todo lo que encontraba a mi paso; mi cuerpo se iba ensanchando cada vez más, y mi saciedad iba perdiendo límites. La comida era el camino que utilizaba mi familia para calmarme cuando lloraba, me daban un chocolate o papas fritas y mi cara cambiaba, junto con mi anatomía, claro, al convertirse eso en rutina. Era así, al primer llanto me encajaban un vaso de coca y me preparaban unos sándwiches de milanesa con mayonesa y limón. Listo, ésa era la manera que usaban para callarme, masticando. Es lo único que me atrevo a reprocharle a mis padres, no se daban cuenta de que , en lugar de una hija, estaban criando a un chancho insaciable y abominable.
Empecé la primaria, y fue igual. En realidad fue peor, porque tomé conciencia (me la hicieron tomar de la manera más dolorosa) de mi gordura. Yo creía que era graciosa, en casa todos me decían lo bonita que era. Pero los chicos son muy crueles, y a esa edad desatan su lado maldito. Estaba en uno de los pocos cumpleaños a los que recuerdo haber ido, sintiéndome una extraterrestre. Todas las nenas estaban preciosas, con unos lindos vestidos a la última moda. Yo, en cambio, tenía un trapo cruzado horrible, lo único más parecido a un vestido que podía conseguirse para mi edad y mis diez kilos de sobrepeso, y veía como todos se reían de mí. Mi vergüenza y yo, como siempre, en un rincón, sintiéndome incómoda y con ganas de desaparecer cuando los otros nenes comenzaron a llamarme “gorda”. Podrá parecer una boludez, pero para mí eso era lo peor que me podía haber pasado. No podía dejar de llorar. Por eso es que siempre acostumbraba a quedarme en casa, para evitar que la primera persona con la que me cruzara me pudiera destrozar con sus comentarios.
Si bien no iba a ninguna fiesta, invitaba a todo el grado para mis cumpleaños. Mis papás se rompían el alma para homenajearme lo mejor posible, y alquilaban un salón con todas las diversiones. Cumplía seis años y quería vestirme de princesa para festejarlo. Una princesa…. Pobrecita! Ahora me acuerdo cuando estaba por salir del baño del salón con ese traje “hermoso”. Me había cambiado mi mamá, mientras mi abuela se encargaba de peinarme. Apenas terminaron, me miré al espejo esperando encontrarme con el reflejo de una Barbie “Así iba a quedar? Esto es todo?” le pregunté a mi mamá, desilusionada al ver que el traje de princesa no me hacía quedar como tal. Era la princesa más perfectamente imperfecta que vi, pero pensé que todos se sorprenderían al verme tan cambiada. Estaba cambiada, sí, es cierto; pero no estaba linda, el cambio no había implicado mejoría, se entiende? Quiero decir que si bien había cambiado de ropa y de peinado, no dejaba de estar fea. Por más que me pusiera seda yo, mona obesa, no iba a cambiar.Tenía que salir a soplar las velitas, no sin antes rogarle a mi mamá que me sacara el traje que me quedaba espantoso. Salió mi hermana y después yo, con mi mamá detrás por si acaso me caía. Miraba a los chicos con temor, quería comerme a todos para que desaparecieran de ese lugar; quería quedarme sola para llorar mi fealdad, quería tragarme la torta sin saborearla, ya había saboreado bastante dolor. Quería tomar cianuro, quería esconderme de los demás que me miraban mal. Algunos se reían, otros, directamente se daban vuelta a medida que avanzaba por el salón, como si mi imperfección les diera asco, o mi fealdad les dañara la vista. Que los cumplas, Giuliana, que los cumplas….. NO, no los cumplí feliz. No podía ser feliz, por más que quisiera, NO con ese cuerpo. Una vaca deforme sobre una pasarela, así me sentía. Bueno, pude comerme la torta, pero no pude hacer desaparecer a todos los demás. Para el resto del cumple mi estado anímico iba empeorando. Había una sala con disfraces de princesas (verdaderas, no gordas), de la sirenita, Blancanieves, Cenicienta, de Frutillitas, y también trajes de frutas y verduras. Por supuesto, yo me puse uno de tomate. No me entraba otro, no podía hacer magia y hacerme una lipo en el medio del salón. Tenía que enfrentar el problema y, aunque hiciera el ridículo, ponerme ese disfraz. Al fin y al cabo se suponía que los demás jugarían conmigo, se reirían conmigo, no de mí. Me lo puse después de luchar media hora con el zapato que se me enganchaba con el disfraz (sí, encima de gorda, inútil), y salí caminando como si nada. Todos me miraban, no podían aguantar más de tres segundos con la vista fija en mí, sin darse vuelta y cagarse de risa (al menos tuvieron la delicadeza de darse vuelta). Corrí al baño y me largué a llorar. No quería ser un tomate, quería ser una princesa, la sirenita, o Blancanieves. Quería ser bella, ser alguien, no un vegetal. Me senté a un costado del salón y, les juro, parecía invisible. Pasaban por al lado mío y me chocaban, ni siquiera me pedían perdón, me pisaban como si fuera un trapo de piso que no sirve para nada (perdón por compararme con vos, trapo de piso!), me tiraban, me dejaban de lado, me ignoraban. Les daba asco, yo misma me tenía asco. Porque en el fondo no sabía que yo era la culpable de esa situación. Me odiaba, no podía mirarme al espejo sin intentar romperme la cara en el acto. Quería esconderme del mundo encerrándome en mi habitación para no salir nunca más. Quería encenderme el pelo, quemarme viva. Sentía que moría, pero no tenía síntomas de haber muerto.
Todavía puedo sentir el dolor que me provocaba el rechazo de mis compañeros. Esas interminables horas de gimnasia donde, para jugar, teníamos primero que ser seleccionados en alguno de los equipos. Yo, obviamente, quedaba para lo último, nadie me quería de su lado, me evitaban como si tuviera una enfermedad contagiosa , hasta se enojaban porque la profesora, de última y por lástima, me ponía con ella. Claro, era bastante lenteja y los demás se reían en mi cara, se burlaban de mí por ser una fracasada, una perdedora, tan lejana de las demás divinas de la escuela.
Creía que cuando alguien se me acercaba en los recreos era porque le gustaba estar conmigo, pero después descubrí que sólo venían interesados en que les convidara de mi comida o mi bebida. Como mis papás me daban mucha plata para que me comprara cosas para comer en el recreo, mientras que los otros chicos llevaban apenas un paquete de galletitas, yo era una tentación con mis pebetes ( vieron que los pebetes del kiosco del colegio son los más ricos del mundo?) , chocolates, y gaseosas. Más salame que el fiambre de mis sándwiches, creía haber conseguido amigas, para rápidamente comprobar que se alejaban de mí en cuanto llegaba otra con cosas más ricas o que tuviera más aceptación. Hasta leer lo que escribo sobre la comida me da hambre, porque nunca supe lo que es sentirse satisfecha o no tener apetito. Me daba cuenta de que me usaban, inconscientemente lo disfrutaba porque tenía cerca a alguien. Por eso, muchas veces le inventaba a la maestra que me dolía la panza, así podía quedarme dentro del aula. De nuevo con mi soledad, comiendo para matar los ratos de silencio y el vacío que tenía en el corazón y, muchas veces, picándome la piel con el punzón de mi cartuchera.
Desahogaba mis penas con comida. Fue así como me volví una adicta a ella, comía sin parar, trataba de aliviar mi dolor sin saber su causa, y eso me mataba porque me alejaba aún más de la perfecta belleza que tenían las populares y me refregaban en la cara todos los malditos días. Sola en mi rincón, miraba a las demás nenas jugar juntas a la mancha, a la mamá y el papá, a ser felices. Estaban en un mundo lleno de sueños, de esperanzas, ese mundo que dejaba afuera al monstruo deforme en el que me estaba convirtiendo. Era un círculo cerrado, cuanto peor me sentía más comía y ese hábito me estaba destruyendo. Me daba cuenta de que yo era diferente, que debía permanecer callada y sola, y en mi aislamiento caía en un oscuro pozo sin fin……
Envidiaba a las demás. Quería ser linda, encantadora, como ellas que brillaban, cuando yo sólo me ocultaba detrás de una sombra de grasa. Trataba de imitarlas, pero una nena tan desagradable como yo no podía igualar a nadie. De tanto rechazo que sufrí, sentía vergüenza de mí misma.
Quería robarles a mis compañeras la belleza, para, de esa manera, quitarle injusticia a mi vida. Quería saltar a la soga, pero era muy pesada, mi cuerpo no se elevaba a dos centímetros del suelo, no se despegaban mis pies. Quería jugar a la mancha, pero no tenía suficiente aliento como para soportar la casi media cuadra que había que correr. Quería aceptarme, pero hacía mucho tiempo que me había rechazado. Quería hacer de todo pero mi gordura todo me lo impedía. Estaba llena de comida, pero vacía de alma. Necesitaba que me quisieran pero, más que nada, quererme yo. No podía hacerlo, no podía quererme siendo así. Quería triunfar, pero le tenía miedo al cambio. Y tampoco sabía cómo lograrlo. Quería ser, pero únicamente era una infeliz. Una gorda infelizmente fea. Entonces no podía entender que mi gordura no provenía de una maldición, sino de un hábito maligno que se convirtió, sin que yo lo pudiera controlar, en una enfermedad que es: vivir para comer y sufrir las consecuencias.
lunes, 13 de abril de 2009
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