sábado, 25 de abril de 2009

Así como algunas mujeres tienen una tara con la perfección, yo tengo el problema inverso. Yo no quiero ser perfecta, solo quiero que nadie sepa todo lo defectuosa que soy.
Cuando tengo una mancha en la ropa, por ejemplo, camino como si tuviera marcada la letra escarlata. Me siento poco menos que una sarnosa. La mancha está ahí, imperfecta, pegajosa, arruinando la armonía de mi cuerpo. Yo sé que nadie la ve, que no es importante, pero me alcanza con saber que está ahí para sentirme sucia.
Ese sentimiento que a primera vista podría parecer simpático, es un ancla de hierro. Porque mientras yo converso con alguien, no puedo dejar de pensar en la mancha y actuo, en consecuencia, como una mendiga que tiene un pantalón mugroso que arruina toda su imagen.
En el colegio me pasaba algo similar. Si me sacaba todos diez y había un siete, yo no podía pensar en que ese siete estaba ahí para arruinarlo todo. Las otras notas perdían sentido. Ese siete era un parche de mediocridad que me hacía sentir mala alumna y un poco tonta.
Y hasta el día de hoy me sigue pasando. Ahora mismo, sin ir más lejos, siento que mi mamá le puso una mancha a mi relación con José, y que José manchó lo que yo quería mostrar de mi novio. Mi mamá sabe que él es un salvaje y él sabe que ella está loca. Ya ninguno será impoluto ante los ojos del otro. Nunca más.
Me siento como esos días en los que me mancho la remera con café y la tengo que esconder debajo del saco. Nadie lo sabe. A nadie le importa. Pero yo sé que está ahí, marrón e indigna, perforándome el estómago.

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